Los carnavales de mi barrio.
Siempre viví
en la ciudad, y aquí las fiestas siempre fueron las que celebra la mayoría de
la gente. Pero hay una que quiero recordar porque marcó parte de mi infancia y
mi adolescencia.
Los
carnavales de los años 70. En mi barrio eran toda una fiesta, muchos meses
antes se preparaban las calles y los clubes para recibir a la gente con
sorpresas y novedades.
Nosotros
elegíamos pasarlo en el club del barrio. Me acuerdo que eran los sábados de los
dos últimos fines de semana de febrero. El club se engalanaba con guirnaldas, globos,
y disfraces de todo tipo. Llegábamos temprano con mi viejos de custodia. Primero
pasábamos por la kermese, donde con unas monedas podíamos jugar a un montón de
cosas y ganar premios que parecían tesoros pero que en realidad eran una
porquería. Aunque la sensación de haber ganado algo nos alegraba. Después nos
acompañaban a jugar al carnaval, yo creo que porque para ellos también era
divertido jugar, tomarse licencia de la adultez y ponerse a nuestra altura para
reírse un rato. En el fondo del club había un gimnasio enorme. Allí nos
reuníamos con espuma en mano y bombitas de agua, nos corríamos para competir a
ver quien quedaba más mojado y desalineado. No perdonábamos a nadie, le
llenábamos de espuma los anteojos a los padres, les mojábamos las pelucas
coquetas a las madres, y a los más chiquitos los dejábamos que corrieran, pero al final tampoco se salvaban. Los más adolescentes nos evitaban escondidos
en otros recovecos del club para que no los mojáramos, porque después venía el
baile. Sobre todo las chicas que habían pasado horas haciéndose “la toca” para
lograr un lacio perfecto en su cabello y si se les mojaba no les quedaba nada.
Y ahí sí, los padres se iban a la confitería y nosotros íbamos a los vestuarios, nos
sacábamos los disfraces, nos poníamos la mejor ropa y nos parábamos a esperar
que el chico que nos gustaba nos sacara a bailar. Nos juntábamos las mujeres de
un lado, los varones del otro, y entre canción y canción nos moríamos de
ansiedad para saber quién sería la próxima que esa noche se llevaría un buen
recuerdo. Cada tanto algún padre se daba una vuelta por la pista de baile
inspeccionando que no hiciéramos ningún desastre. Los más grandes después de un rato desaparecían
entre los lugares más oscuros del lugar, y nosotros los medianos, terminábamos
la noche casi siempre esperando que el chico se decidiera justo en el último
momento de la noche a acercarse. Y cuando nos decía “hola” ya nos teníamos que
ir. Pero no importaba porque con eso ya teníamos para hablar durante meses.
Éramos
chicos, inocentes y esa tontería bastaba para hacernos sentir felices. Cada año
que pasaba se repetía la historia, hasta que después crecimos, los más chicos
ocupamos el lugar de los adolescentes y por fin pudimos llevarnos buenos
recuerdos de algún beso robado en los
lugares oscuros del gimnasio y más tarde
fuimos adultos que acompañamos a nuestros hijos a pasar esos hermosos
días de carnaval que aunque están un poco cambiados, no dejan de ser
maravillosos.
Sindel Avefenix
Sindel Avefenix
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