Hace quince años que trabajo en el Hospital. En mi oficina se
tramitan las autorizaciones para hacer estudios de alta complejidad
fundamentales para confirmar patologías y tratarlas, análisis de hematología,
prótesis vitales como marcapasos, stents y tratamientos especiales para detener
ciertas enfermedades a tiempo, entre otras cosas.
Los trámites suelen llevar unos días, dependiendo de las
ganas o de la auditoría final de quien tiene que dar el visto bueno para que el
paciente se realice lo que le corresponde o consiga la prótesis que necesita.
Algunos casos son diagnósticos leves, de control o de rutina.
Es ahí cuando la espera se hace soportable, y a pesar de la ansiedad de los
pacientes, se les hace comprender que hay una burocracia que respetar.
Pero hay otros en los que no se puede esperar. Diagnósticos
en donde los minutos son decisivos, donde la preocupación del paciente es
intensa y con esa gente no se puede jugar a la burocracia.
Desde el mismo momento en que me llega el pedido y leo el
diagnóstico mi garganta se convierte en un nudo que debo desatar, para poder
actuar con la urgencia que el paciente merece. Me muevo, hago llamadas,
insisto, pido un poco de comprensión, les hago tomar conciencia a los que
tienen que firmar la autorización de que se está jugando con la vida y la
muerte. Si soy escuchada y la suerte me acompaña logro lo que pido, si no,
tengo que enfrentar y tratar de dar una palabra de aliento al que está
esperando, a los médicos que corren para mover los papeles, a los residentes
que presionan para que se consiga terminar el trámite.
Muchas veces contengo
lágrimas ajenas, intento calmar la desesperación, y doy esperanzas que no estoy
segura de que puedan ser cumplidas. Me pongo en los zapatos de los padres, de
los hijos, de los hermanos, de los esposos y de los mismos pacientes. Me pongo
los zapatos de sus dolores, sus esperas, sus edades, sus luchas. A veces los
atiendo durante un tiempo y después quizás no vuelvo a verlos más.
Y esos zapatos son muy
incómodos, aprietan tanto que uno quiere sacárselos de inmediato, pero los
llevo puestos al menos un rato porque merecen mi respeto.
Cuando los veo levantarse de cosas impensadas, vencer
diagnósticos, mejorar, crecer, me gusta más caminar con ese calzado, mis pies
se sienten livianos y listos para seguir dando pasos.
Muchas veces vuelvo a casa con la frustración de no haber
podido hacer nada contra la indiferencia de los que están del otro lado, de los
sanos que están detrás de un escritorio, con el pedido enfrente para firmar y
no lo hacen porque no pueden ver más allá de sus ojos, ni usar otro calzado que
aunque muchas veces no sea tan cómodo, hay que ponerse de vez en cuando para
aprender a vivir, a comprender y ayudar.
Sindel Avefénix
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