El pueblo de Kuyén
Con sus enormes ojos negros, Kuyén, miraba desde lejos las topadoras que aplastaban y devoraban todo. Apretó fuerte la mano de su madre, el estruendo que hacían las paredes de su hogar al caer le daba miedo. Su mamá estaba llorando y las lágrimas iban humedeciendo la tierra, esa que tantas veces había recorrido con sus pies descalzos. Los hombres estaban demasiado cansados, heridos y maltratados. Habían intentado resistir hasta que pudieron. Algunos se habían encadenado a sus casas, otros se habían puesto delante de las topadoras, pero eran pocos, cada vez menos. El hambre, la falta de trabajo y la miseria se los había ido llevando rápidamente. Entre el cólera y la desnutrición el pueblo había quedado casi desierto.
Nadie se había acordado jamás de ellos, vivían como podían, haciendo artesanías con poco para venderle a los turistas, que de vez en cuando pasaban a verlos como si fueran un fenómeno. Lo poco que ganaban lo invertían en semillas que cultivaban, pero esas tierras estaban ya demasiado agotadas para la siembra. El mal se agravaba de generación en generación, los niños no tenían la oportunidad de ser educados en escuelas, nadie se animaba a dar clases en lugares tan desolados y los maestros que habían puesto el corazón para eso, a la larga terminaban vencidos por el esfuerzo. Cada vez se morían de más pequeños, con las panzas hinchadas de hambre, llenos de enfermedades que se agarraban porque nunca les llegaban las vacunas, los medicamentos, las ayudas.
Kuyén había escuchado a su abuelo, cacique de su tribu, contar que esas tierras habían sido siempre de ellos. Que las habían habitado desde tiempos inmemoriables, y por derecho les pertenecían. Eran nativos de ese lugar y no iba a permitir que nunca nadie los sacara de allí. Pero en la última revuelta un disparo lo había atravesado salvajemente y ya no estaba más entre ellos. Habían perdido la fe, y aunque no abandonaron la lucha, nunca los habían escuchado. En la ciudad los habían ignorado por ser aborígenes y los obligaron a entregar sus tierras. Un señor de buena familia había adquirido legalmente ese espacio para invertir con sus empresas en el país que tanto lo necesitaba. Les ofrecieron emigrar más hacia el sur, allí donde el viento corre arrancando la piel y el sol no se ve durante días. Donde la tierra es árida y el frío insoportable. Allí donde ningún ser humano podría vivir dignamente sin trabajo, salud, ni educación. Les ofrecieron unos pesos para reconstruir sus viviendas, sus chozas, con eso les tendría que alcanzar. Pero jamás les ofrecieron un poco de piedad.
Por eso ésta vez se resistieron, hartos de ser atropellados, estaban dispuestos a dejar su sangre en aquel lugar, para que cada ladrillo que pusieran los nuevos propietarios estuviera manchado con el dolor de la injusticia cometida.
No pudieron, corrió sangre, lágrimas, dolor, gritos, y las topadoras no pararon. Algunos se quedaron, no tenían más fuerzas para seguir siendo violentados, desterrados, humillados.
Otros, los más jóvenes y las mujeres corrieron. Tomaron a sus hijos que era todo lo que les quedaba y huyeron. Antes de dejar atrás esa masacre se pararon a mirar desde lejos como mataban sus recuerdos, como se apropiaban de sus vidas y sus raíces.
Los habían convertido a la fuerza en extranjeros dentro de su propia tierra, y en inmigrantes de un mundo cada vez más lejano de la justicia y la esperanza.