Este es mi aporte al blog de José Vicente que nos invita a participar con este proyecto maravilloso.
Desde ya agradezco la posibilidad de hacerlo.
Pueden leer más crónicas en: Crónicas de la muerte dulce
24 de
septiembre de 2012
Hacía semanas que no salían a la calle para evitar el
contagio, habían adquirido todo lo necesario para poder atrincherarse en el
departamento desde que se habían enterado de la expansión del virus VMH-07.
Las noticias eran cada día más nefastas. En la ciudad ya casi
no quedaba gente con vida, los hospitales estaban cerrados, habían desbordado
de pacientes que a pesar de los esfuerzos habían fallecido y que, sin saberlo
ni quererlo, habían infectado a todos los que se habían cruzado en su camino.
Pero ahora por fin había llegado el momento.
La noche anterior su mujer había pasado por un infierno de dolor, pero
las contracciones más fuertes habían sido esa mañana.
Este era el día que habían esperado toda su vida. Les había
costado tanto poder engendrar a ese hijo que cuando su mujer le dijo que estaba
embarazada pensaron que había sido un milagro. Después de tantos años de
tratamientos, estudios y medicaciones, cuando al fin se habían dado por
vencidos, ocurrió lo inesperado.
Los primeros tres meses habían permanecido callados,
mirándose todos los días llenos de miedos, sin decir casi nada. Como si el
mundo fuera de algodón. Después del cuarto mes se relajaron y le dieron a todos
la noticia. Y luego cada día había sido un
nuevo descubrimiento para los dos. Cada ultrasonido, cada monitoreo se había convertido
en un acontecimiento.
Cuando empezó la locura del virus, y aunque todavía no se
conocían bien las razones ni los riesgos, habían decidido suspender todo, no
arriesgarse ni un minuto más a contagiarse y tener el bebé en casa.
Esa mañana cuando las contracciones de su esposa le indicaron
que ya era el momento preparó la cama con sábanas limpias, agua, desinfectante
y pinzas para cortar el cordón. Ya habían practicado el procedimiento miles de
veces y estaba listo.
El parto fue rápido, el bebé salió a la vida de una
disparada, sin desgarros ni desarreglos. Así como asomó a la vida, lo tomó
entre los brazos, lo limpió con una toalla húmeda, le cortó el cordón y se lo puso a su esposa en
el pecho.
Menos mal que el obstetra no se había equivocado con la fecha
del nacimiento. No le quedaba mucho
tiempo más. No se resignaba a perderse la
oportunidad de verle la cara a su hijo y tampoco de poder disfrutarlo al menos
por esas horas que le quedaban. El día
anterior había sentido un cosquilleo que
le recorría las piernas y las manos, sabía lo que se le anunciaba, pero no dijo
nada, era demasiado tarde para dar la mala noticia, si él estaba infectado
todos en su hogar también lo estaban. La muerte dulce ya estaba cerca. Evidentemente el virus se había fortalecido en
todo ese tiempo y ya no respetaba ni siquiera a los que se habían mantenido
aislados.
Cuando terminó de limpiar todo, se recostó al lado de su
esposa que con los ojos empañados le mostró sus manos adormecidas. Ella también
había sentido los síntomas desde el día anterior y no se había animado a decir
nada. Se abrazaron en silencio y dejaron correr las lágrimas. Después los rodeó
el silencio.
Ambos posaron sus ojos en los ojos de su hijo, que acurrucado sobre el pecho de su mamá ya
respiraba con dificultad, y esperaron. Hasta sentir como la muerte se hacía dulce por el amor reflejado
en esa última mirada.
Sindel Avefénix