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martes, 22 de noviembre de 2011

Convocatoria: Este jueves un relato "Extranjero e inmigrante"



El pueblo de Kuyén
Con sus enormes ojos negros, Kuyén, miraba desde lejos las topadoras que aplastaban y devoraban todo. Apretó fuerte la mano de su madre, el estruendo que hacían las paredes de su hogar al caer le daba miedo. Su mamá estaba llorando y las lágrimas iban humedeciendo la tierra, esa que tantas veces había recorrido con sus pies descalzos. Los hombres estaban demasiado cansados, heridos y maltratados. Habían intentado resistir hasta que pudieron. Algunos se habían encadenado  a sus casas, otros se habían puesto delante de las topadoras, pero eran pocos, cada vez menos. El hambre, la falta de trabajo y la miseria se los había ido llevando rápidamente. Entre el cólera y la desnutrición el pueblo había quedado casi desierto.
Nadie se había acordado jamás de ellos, vivían como podían, haciendo artesanías con poco para venderle a los turistas, que de vez en cuando pasaban a verlos como si fueran un fenómeno. Lo poco que ganaban lo invertían en semillas que cultivaban, pero esas tierras estaban ya demasiado agotadas para la siembra.  El mal se agravaba de generación en generación, los niños no tenían la oportunidad de ser educados en escuelas, nadie se animaba a dar clases en lugares tan desolados y los maestros que habían puesto el corazón para eso, a la larga terminaban vencidos por el esfuerzo. Cada vez se morían de más pequeños, con las panzas hinchadas de hambre, llenos de enfermedades que se agarraban porque nunca les llegaban las vacunas, los medicamentos, las ayudas.
Kuyén había escuchado a su abuelo, cacique de su tribu, contar que esas tierras habían sido siempre de ellos. Que las habían habitado desde tiempos inmemoriables, y por derecho les pertenecían. Eran nativos de ese lugar y no iba a permitir que nunca nadie los sacara de allí. Pero en la última revuelta  un disparo lo había atravesado salvajemente y ya no estaba más entre ellos.
Habían perdido la fe, y aunque no abandonaron la lucha, nunca los habían escuchado. En la ciudad los habían ignorado por ser aborígenes y los obligaron a entregar sus tierras. Un señor de buena familia había adquirido legalmente ese espacio para invertir con sus empresas en el país que tanto lo necesitaba. Les ofrecieron emigrar más hacia el sur, allí donde el viento corre arrancando la piel y el sol no se ve durante días. Donde la tierra es árida y el frío insoportable. Allí donde ningún ser humano podría vivir dignamente sin trabajo, salud,  ni educación. Les ofrecieron unos pesos para reconstruir sus viviendas, sus chozas, con eso les tendría que alcanzar. Pero jamás les ofrecieron un poco de piedad.
Por eso ésta vez se resistieron, hartos de ser atropellados, estaban dispuestos a dejar  su sangre en aquel lugar, para que cada ladrillo que pusieran los nuevos propietarios estuviera manchado con el dolor de  la injusticia cometida.
No pudieron, corrió sangre, lágrimas, dolor, gritos, y las topadoras no pararon. Algunos se quedaron, no tenían más fuerzas para seguir siendo violentados, desterrados, humillados.
Otros, los más jóvenes y las  mujeres corrieron. Tomaron a sus hijos que era todo lo que les quedaba y huyeron. Antes de dejar atrás esa masacre se pararon a mirar desde lejos como mataban sus recuerdos, como se apropiaban de sus vidas y sus raíces.
Los habían convertido a la fuerza en extranjeros dentro de su propia tierra, y en inmigrantes de un mundo cada vez más lejano de la justicia y la esperanza.


Más historias de Extranjeros e inmigrantes en lo de: GUS

domingo, 20 de noviembre de 2011

Convocatoria: Este jueves un relato "El grito de los excluídos"


En un mundo lleno de cosas y gente excluída,  quiero dedicar este grito a todo aquello que excluímos porque lo juzgamos con los ojos y no con el corazón.

Susy
Para el  cumpleaños de Fabiana, el papá le trajo de regalo una novedosa muñeca  “Cindy”. Era increíblemente hermosa, rubia, de cabello ensortijado, una carita perfecta, y sus brazos y piernas se articulaban como los de una persona. Tenía la piel suave y muy bronceada. Fabi me la prestó un rato y yo no podía dejar de mirarla, de moverle los brazos, e investigarla. Apenas llegué a casa les pedí a mis papás que me compraran una. Ellos me explicaron que esas muñecas eran importadas,  y que en ese momento no podían gastar tanto dinero porque a papá lo habían despedido de su empleo. Pero si esperaba hasta Navidad, iban a  hacer lo imposible para darme el gusto. Faltaban dos meses para que llegaran las fiestas y  yo no dejaba de soñar con tener esa muñeca en mis manos.
Cuando llegó la Navidad en el árbol estaba mi regalo. No aguanté hasta las doce y lo abrí a escondidas para espiar si era lo que tanto esperaba. Mi mamá, que me vio justito, me dijo que ya que había empezado a abrirlo lo hiciera de una vez. Mis manitos arrancaron el papel plateado y descubrieron una caja que decía “Susy, la primer muñeca articulada nacional”.  La saqué sin respirar. Era más chiquita que la “Cindy”, pero a simple vista estaba bien. Venía vestida con un conjunto que le cubría los brazos y las piernas, y tenía el cabello recogido en una larga trenza rubia. La verdad, no me gustaba mucho lo que veía, pero la llevé a mi cuarto y empecé a observarla mejor. Le solté la trenza y empecé a peinarla, gran parte del cabello se quedó en el peine, ya habíamos empezado mal. Dejé eso para otro momento y me dediqué a sacarle la ropa para ver como era su piel. Me sorprendió ver que era blanca, y se sentía dura y áspera. Sus brazos se articulaban, pero las articulaciones se veían y eso le daba un aspecto monstruoso. Me puse a llorar, la muñeca era espantosa. Me daba vergüenza tener que mostrarle a mis amigas ese regalo. La dejé a un costado sin mirarla y me fui a dormir.
Al otro día, todas las nenas del barrio sacaban sus “Cindy” a la calle para jugar, yo me hice la tonta y les dije que me la había olvidado en casa. Estaban orgullosas de sus muñecas perfectas, las vestían de novia, de princesa, de señoritas. Cuando llegué a casa mi mamá estaba triste, me preguntó por qué no había llevado mi “Susy” para jugar. Me puse nerviosa y admití que no me había gustado, que era imperfecta y muy diferente a las otras, y que si mis amigas la veían se iban a reir de mí. Y esa fue la primera vez que la vi llorar. Me abrazó fuerte y me pidió perdón por no haber podido comprarme la muñeca que deseaba. Me contó que habían tenido que ahorrar mucho para poder llegar a ésta, y que, tanto ella como papá habían estado contentos de poder hacerlo y darme esa alegría. No dije nada y fui a mi cuarto con un nudo que empezaba por apretarme la panza y me subía hasta el pecho. Me senté en la cama, miré a Susy, que tirada en un rincón me miraba con sus ojos celestes y sus pestañas delineadas. La tomé en mis manos y muy despacito empecé a trenzarle el cabello. Le inventé un peinado alto para disimular la parte que se le había salido. La volví a vestir haciéndole un nudo en la blusa que le daba un aire canchero. ¡No había quedado nada mal!  Esa noche la puse en mi cama para dormir. 
A partir de ese día la llevaba a todos lados para jugar. Al principio las demás nenas la miraban con asombro, era diferente, pero al tener las articulaciones expuestas tenía mayor amplitud de movimientos, se podía sentar, cruzar las piernas y mantenerse de pie en cualquier actitud que yo deseara. ¡Era la reina de los movimientos! Me divertía mucho con ella, le hacía vestidos, tocados, y carteritas tejidas. Era mi fiel compañera. Para mi cumpleaños, unos meses después, mi papá ya había conseguido empleo. Me sorprendieron con un regalo que no esperaba, una real muñeca “Cindy”.  Me sentí muy feliz de poder tenerla por fin entre mis manos, pero cuando la mire, supe que jamás podría llegar a ser como Susy, que con todos sus defectos había logrado instalarse en un lugar muy especial de mi corazón. Quizás, porque me había enseñado que aún siendo imperfecta tenía otras condiciones que me hacían feliz.
A medida que fui creciendo, Susy se fue quedando a mi lado.  Cada vez que mi mamá la ponía en el cajón de los juguetes viejos para regalar, yo iba detrás y la rescataba. Hasta que por fin se dio por vencida y terminamos encontrándole juntas un lugar en la repisa donde estaban mis libros de la  universidad.
Ahora Susy,  que está casi pelada y con un brazo menos, ocupa un estante muy especial, entre los trofeos que ganaron mis hijos en la escuela y la foto de mis viejos.

Más gritos de excluídos en:lo de Gastón D. Avale

domingo, 6 de noviembre de 2011

Convocatoria: Este jueves un relato "La pequeña muerte"



Pequeñas muertes, mezcla de gozo y desolación. Algunos la asocian con el placer extremo y lo que viene después. Otros, con las tantas veces en que el corazón se rompe y vuelve a rehacerse.  A veces son necesarias para poder renacer, pero no por ello dejan de ser menos dolorosas.
La pequeña muerte del amor provoca miedo porque nos trae consigo vacío y desolación interior. Y de esa, es de la que quiero contarles hoy.






Intenté extender la agonía sin darme cuenta que mi corazón se iba lacerando lentamente con cada una de las espinas que clavaban las palabras y las decepciones. En ese tiempo extra que me había tomado para negar el final, dejé que se fuera desangrando gota a gota, tratando de contener la hemorragia con cicatrizantes esperanzadores que eran más un placebo que una medicina.
Anduve errante por caminos alternativos para no dirigir mis pasos zigzagueantes hacia ese túnel oscuro que se revelaba frente a mis ojos.  Perdí mi sentido común, escondí las brújulas que me marcaban otro norte y cometí actos de negación.  Fui envolviendo con el manto de la piedad esa mano que amenazaba con darme la estocada final.
El amor me encegueció, me redujo a las cenizas más grises en las que jamás me había convertido. El temor a la pérdida fue más oscuro aún que la pérdida misma. Esa ausencia que me quedaba era el reflejo invertido,  de todos mis sueños rotos y del fracaso de todos los proyectos que alguna vez había tenido.
Me planteé posibilidades, probabilidades, oportunidades. Solo una más…Solo esta…
Y otra vez volví a construir ilusiones con las mismas piezas desgastadas que se habían desmoronado, pero con una base tan débil al instante todo se volvió a caer.
Me puse de rodillas para recoger esas piezas una vez más,  pero ví que se habían convertido en arena. Ya no podía moldearlas ni unirlas, y supe que había llegado el momento de aceptar la pérdida.  Abrí la mano y la dejé correr entre mis dedos por última vez. No hubo vuelta atrás, el mundo se abrió a mis pies y del corazón me brotaron llagas desgarradoras. Lloré, más allá de mis lágrimas. Me derrumbé dentro de mi propio cuerpo. Perdí los deseos, las ganas;  mi alma se escapó y la dejé ir lejos para que no quedara atrapada en este cuerpo mustio. Me prohibí nombres, recuerdos, momentos. Recogí mis alas rotas y las dejé intoxicarse con sus propias heridas para no poder volver a volar nunca más. Me quedé acurrucada en el suelo de mi conciencia, cerré mis ojos a la luz de la vida, y me sumí en la frustración y la desolación de la pequeña muerte. Pequeña o grande, pero muerte al fin.
La estadía  en esa tiniebla destemplada me ayudó a completar el duelo. Con el tiempo, indetenible y arrasador,  empecé a salir del vacío en el que estaba. Mi corazón cicatrizó aunque le quedaron las llagas cerradas pero vulnerables. El alma volvió de su viaje hacia la nada y se instaló con  fuerza naciente dentro mío,  y mis ojos se reabrieron para descorrer las cortinas de la opacidad y dejar que entrara de nuevo la luz de la esperanza.  Me puse de pie y desplegué mis alas con temor. Con asombro descubrí que habían recobrado su textura suave, me dejé llevar por los nuevos vientos, y emprendí el vuelo con una sonrisa nostálgica pero renovada. Había padecido la pequeña muerte, pero había logrado renacer una vez más...
Más pequeñas muertes en lo de Gus