Todos los meses, siempre en una fecha determinada, el pueblo entero se reunía en la plaza principal. A cada persona que iba llegando se le daba una especie de boleto con un número, los únicos a los que no se les hacía participar eran los niños.
Cuando no faltaba nadie, ingresaba el pastor al escenario emplazado en el extremo norte de la plaza y realizaba un sorteo. Sacaba un número de cada uno de los tres bolilleros que giraban y así se formaba el número que se decretaba ganador.
El propietario del boleto ganador se anunciaba levantando la mano y gritando su nombre. Esta vez le había tocado a Tomás, el empleado de la taberna que servía las mesas. Tomás besó a sus tres hijos, y le dio un apasionado beso a su mujer que lloraba a moco tendido. A los pocos minutos el pastor vino a buscarlo para llevarlo con él.
Ya era más tarde de lo previsto, así que los pobladores corrieron a sus casas, trabaron sus puertas y ventanas y apagaron las luces. El pastor y Tomás se encaminaron al templo a paso raudo. Por suerte tuvieron tiempo para cenar en abundancia y beber el mejor de los vinos. Después se sentaron a esperar sin volver a mirarse.
Cuando sonaron las doce campanadas del reloj de la torre, el pastor abrió la puerta del templo y empujó a Tomás a la calle casi sin despedirse. Puso todas las trancas y se arrodilló a rezar.
Tomás comenzó a caminar sin rumbo fijo, tal vez tuviera suerte como otros pocos y pudiera volver a casa. Pero no, al instante comenzó a oler ese fétido aroma que se acercaba, y el ruido atronador de unos pasos que se le venían encima. Comenzó a correr enloquecidamente, sintiendo el jadeo de la respiración que se acercaba. No miró hacia atrás, no quería distraerse ni ver lo que le esperaba.
Al poco tiempo sus piernas no respondieron más, y cayó de rodillas al suelo poniendo las manos en un último acto de autodefensa. Un calor abrumador envolvió su entorno, el olor a pelaje húmedo era insoportable. Por fin giró la cabeza para enfrentar su destino, dos colmillos blancos rebozantes de baba se acercaron a su cuerpo al mismo tiempo que unas garras filosas lo tomaron del cuello balanceándolo en el aire.
Quedó pasmado, pensó en su familia y en el pacto secreto que había hecho el pueblo para poder tener buenas cosechas. Eso le devolvió por unos segundos la calma, sintió un dolor en el pecho más profundo aun que el dolor de su piel desgarrada entre aquellas garras que ahora estaban bañadas en sangre. Lo último que vio fueron esos ojos negros deseosos de su presa. Su corazón se detuvo en el mismo instante en que un atronador aullido anunciaba a todo el pueblo que la bestia había sido saciada. Esta vez había sido sencillo, con una sola noche había bastado.
Cuando reinó el silencio, la gente abrió las puertas y las ventanas para dejar entrar la luz de la primer noche de luna llena que brillaba airosa en el cielo.
Sindel Avefénix
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