Lo primero
que sentí fue sed. Una necesidad insoportable
de beber, mi cuerpo estaba lleno de arena y me faltaba el aire. Me incorporé
como pude, aturdida, no sabía qué hacía
en esa isla desierta ni cómo había llegado.
En busca de
agua potable y de respuestas comencé a andar por un camino que salía desde la
playa y se adentraba en la isla. Durante horas caminé, la sed me agotaba, pero
seguí adelante. Después de un rato largo llegué a un manantial que parecía más
una alucinación que real. Estaba rodeado
de árboles frutales, era un paraíso. Me tiré al agua sin pensarlo y bebí hasta
que me dieron arcadas. Terminé recostada a la sombra de un árbol y me dormí.
Me despertó
el sonido del canto de una mujer. La
dulzura de su voz me invitó a seguir la música que se escuchaba más cerca
a medida que rodeaba el manantial. Ya atardecía. A los pocos pasos la ví. Estaba de espaldas, tenía el cabello blanco
ensortijado, ropa negra desgastada y lavaba algo en la orilla. Despacio, sin
intención de asustarla le toqué el hombro y al darse vuelta un frío
estremecedor me recorrió la espalda. Sus ojos eran los míos, pero vacíos de
expresión, su rostro tenía el peso de una vida entera. Era igual a mí, pero con
unos 30 años más. Entonces me tomó la
mano y me dijo que no me asustara, que me había estado esperando. Y sentí mucha
paz.
Me invitó a
una cueva donde había armado su hogar y me alimentó y cuidó por mucho tiempo. Los
primeros días nos quedábamos hasta el amanecer charlando, ella tampoco
recordaba cómo había llegado allí, ni cuantos años habían pasado. Me contaba cómo
había sido su vida después llegar, un recorrido crudo de soledad. No había elegido quedarse ahí, pero había
cometido un error y ya no había podido salir de la isla. Quería advertirme que si yo
hacía lo mismo no podría cambiar mi
destino. Al principio me parecía interesante, pero después empezaron a pesarme sus consejos.
El misterio de no decirme concretamente cuál era ese error o como salir de ahí.
Tenía que
librarme de ella, buscar la forma irme de la isla y hacer mi vida. Atada a esa mujer a la cual jamás me parecería,
no iba a lograrlo.
Esa misma
noche la maté, recuerdo sus manos intentando sacar mis manos de su cuello, sus
ojos aterrados, su última expiración que ahogaba una palabra. Error.
Entonces lo
entendí, ese era el error que ella también en algún momento había cometido.
Nunca más
pude salir de la isla. Ya pasaron 30 años, calculo, desde que llegué, mi
reflejo en el agua del manantial es igual a ella.
Ahora soy yo la que espera en soledad que llegue alguien a tocar mi hombro para intentar al menos, cambiar su destino.
Sindel Avefenix
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