Una
nostalgia repentina le arrebató la calma. Se recostó sobre la cama, y cerró los
ojos tratando de conciliar el sueño.
Su mano se
topó con el vacío que anidaba a su lado, entre las sábanas frías y prolijas.
Palpó el hueco de las ausencias repetidas; la nulidad de los deseos sin
horarios; la necesidad inútil de un abrazo que no viniera de sus cobijas.
Abrió los
ojos, el resplandor de la luna iluminaba pálidamente su cuarto. El aire estaba
impregnado de soledades ya conocidas.
Varios
frascos de perfumes importados brillaban sobre la cómoda, unas flores no tan
frescas en un jarrón habían desparramado sus pétalos secos sobre el piso.
Un millón de
pensamientos se le atragantaron en la garganta, palabras reprimidas tantas
veces, lágrimas casi siempre enmascaradas. Ella nunca había tenido derecho a
los reclamos.
Una angustia
avasallante le oprimió el pecho.
¿Cuántos
años habían pasado? ¿Cuántas esperas había soportado?
Nunca nada
había cambiado. Las raíces de ese amor solamente habían florecido en forma de hiedras
que, multiplicadas, habían hecho de su vida un jardín desolado
donde reinaban los inviernos.
La penumbra
de la noche le había invadido el alma con fantasmas añorados, vio pasar todos
esos momentos solitarios de su vida, como en otras tantas noches en las que
ella misma había negado esa sensación de infelicidad que la asaltaba.
Pero esta
vez era diferente, no pudo negarlo. Ésta vez estaba cansada de ser esa sombra
expectante en la que se había convertido.
Miró los pétalos caídos. Estaban marchitos, desterrados de esa flor que
había elegido irrigar su savia hacia otro lado.
La oscuridad
le trajo paradójicamente esa claridad que pocas veces nos ilumina la vida para
poder decidir algo.
Un llanto
sanador le corrió por las mejillas, sus miedos a perderlo se habían disipado.
No podría perder algo que nunca había tenido.
En la
quietud de la noche vio la realidad y supo que ya estaba lista para
dejarlo.
Sindel Avefenix
Más relatos, en la quietud de la noche, en la casa de Mónica